Desde que se ha comenzado a administrar la vacuna contra la COVID-19, se ha abierto en los medios de comunicación el debate acerca de la posibilidad de imponerla obligatoriamente. En el ámbito laboral, se ha discutido si la empresa puede exigirla a sus trabajadores con fundamento en su deber de prevención; es decir, si, para garantizar la salud de los compañeros o de los terceros que se relacionan con la empresa, la vacunación obligatoria podría incorporarse al plan de prevención y, en caso de negativa del trabajador a recibirla, este podría ser objeto de sanción disciplinaria o, incluso, del despido por incumplimiento de sus obligaciones en materia preventiva (art. 29 LPRL).

Se trata de un problema complicado por inédito. Y ello en un doble sentido: ni se ha planteado hasta ahora en relación con otras enfermedades ni, en todo caso, el que abre la que ahora nos ocupa, causante de una crisis sanitaria, económica y social sin precedentes, podría ser resuelto a la luz de las soluciones anteriores. A pesar de todo, me voy a atrever a hacer algunas reflexiones sobre el particular, con una obvia advertencia respecto al carácter provisionalísimo de las conclusiones que alcance.

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Por supuesto, aceptar la posibilidad de imponer obligatoriamente la vacuna abre un conflicto con varios derechos fundamentales del trabajador: el derecho a preservar su integridad física –y, en último término, la libertad de autodeterminación sobre el propio cuerpo– y los relacionados con su intimidad y la protección de sus datos. Frente a ellos, cabría contraponer un interés colectivo, el de los compañeros de trabajo, o incluso público, el de los clientes o usuarios de los servicios de la empresa, que podrían ser puestos en peligro por la negativa injustificada a la vacuna.

En ciertas condiciones, la jurisprudencia constitucional ha admitido intervenciones de análoga significación a la vacunación. Un buen ejemplo podría ser la STC 120/1990, de 27 de junio, que justificó la alimentación forzosa de los presos de la organización terrorista GRAPO que habían empezado una huelga de hambre. El pronunciamiento descartó que tal intervención afectará al derecho a la intimidad corporal, en atención a la forma en que se desarrollaba; y excluyó la existencia de lesión de los derechos relacionados con la integridad física sobre la base de la existencia de relación de sujeción especial que impone a la administración penitenciaria especiales deberes de cuidado de los reclusos.

En el ámbito laboral, que es el que aquí interesa, destaca la STC 196/2004, de 15 de noviembre en relación con análisis de orina realizado en un reconocimiento médico al que el trabajador no había prestado expresamente su consentimiento. Nuevamente, el TC descartó la vulneración del derecho a la intimidad debido al tipo de intervención. Sin embargo, acabó concediendo el amparo por falta de consentimiento. Si bien el art. 22 LPRL establece excepciones al principio de voluntariedad de los reconocimientos médicos, no admiten una interpretación mecánica sino que deben valorarse conforme al criterio de proporcionalidad, tomando en consideración “la proporcionalidad al riesgo (por inexistencia de opciones alternativas de menor impacto en el núcleo de los derechos incididos); la indispensabilidad de las pruebas (…), y la presencia de un interés preponderante del grupo social o de la colectividad laboral o una situación de necesidad objetivable”. Por lo demás, esta valoración es siempre necesaria, pues el convenio colectivo no puede introducir en la regulación de los reconocimientos médicos elementos incompatibles con la protección derivada de la Constitución. Con posterioridad, la jurisprudencia ordinaria ha venido aplicando estos criterios a la obligatoriedad de los reconocimientos médicos para determinados colectivos: brigadas forestales (STS 10 junio 2015, rec. 178/2014), vigilantes de seguridad y escoltas (STS 259/2018, de 7 marzo) y conductores del parque móvil (STS 33/2019, de 21 enero).

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Sobre la base de estas consideraciones acaso cabría pensar que, en tutela de un interés superior la salud de los clientes o de los compañeros de trabajo, sería posible exigir la vacuna contra la COVID como medida de prevención en el marco de la empresa. Sin embargo, esta conclusión no está exenta de dificultades.

De entrada, habida cuenta que por ahora parece que el proceso de vacunación será protagonizado en exclusiva por la sanidad pública, su operatividad quedaría condicionada a la posibilidad de recabar al trabajador información sobre su participación en ella; información que constituye un dato personal incluido entre las “categorías especiales” del art. 9.1 RGPD, cuyo tratamiento presenta específicos condicionantes. En una cierta aproximación, habría que rechazarla. Recuérdese que, al principio de la pandemia, la AEPD excluyó la posibilidad de recabar información en los procesos de selección respecto la superación de la enfermedad (cfr. Comunicado de la AEPD sobre la información acerca de tener anticuerpos de la COVID-19 para la oferta y búsqueda de empleo, con comentario en este blog de Jesús Mercader). Sin embargo, la propia AEPD, en esta misma época, sostuvo una conclusión diferente en su informe 0017/2020 –también comentado en este blog por Ana B. Muñoz–. De acuerdo con este, a la vista de las reglas del RGPD, la pandemia no solo justifica que las autoridades sanitarias y, por lo que aquí interesa, las empresas pueden proceder recopilación y tratamiento de datos en relación con los contagios y contactos “para garantizar la salud de todos sus empleados” sino que, además, en contra de lo que habíamos entendido tradicionalmente, obligaba al trabajador a “informar a su empleador en caso de sospecha de contacto con el virus”.

Probablemente, no se trata de aproximaciones contradictorias. Mientras en el segundo caso, la solicitud de información se asocia fácilmente en las letras h) o i) del art. 9.1 RGPD (“fines de medicina preventiva o laboral” y “razones de interés público en el ámbito de la salud pública”), en el primero esta conexión con las razones que justifican el tratamiento de datos de “categorías especiales” no se advierte fácilmente. Si esto es así, las consideraciones del informe 0017/2020 permitirían solventar este primer problema.

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En todo caso, aun suponiendo que fuera legítimo exigir a los trabajadores información sobre la vacunación, quedaría por dilucidar si la empresa puede imponer la vacunación con base en la normativa de prevención de riesgos laborales. Es verdad que otras enfermedades contagiosas no estrictamente relacionadas con el medio laboral se vienen incorporando a las políticas preventivas. Así se desprende del documento sobre Vacunación en el ámbito laboral del sitio web del Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo. Sin embargo, esta constatación puede no ser suficiente para justificar la actuación coactiva de la empresa.

La vacunación trasciende, según creo, el ámbito de la prevención de riesgos laborales. Es más bien un tema de salud pública regulado en la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, cuyas políticas incluyen las cuestiones de “salud laboral” (art. 32 ss.). En este último terreno, se incluye la posibilidad de “establecer mecanismos de coordinación en caso de pandemias u otras crisis sanitarias, en especial para el desarrollo de acciones preventivas y de vacunación” (art. 33.2.h]). De ello se sigue a mi juicio que el diseño de las políticas de vacunación incumbe a las autoridades sanitarias, sin perjuicio de la colaboración que pueda solicitarse de las empresas. Si esto es así, el diseño de estrategias de vacunación no queda al alcance de los empleadores laborales. Corresponde a las autoridades sanitarias que, conforme a las reglas de la citada Ley 33/2011, deben establecer criterios comunes en todo el territorio (arg. ex arts. 6.4 y 19.3.a]).

Por otro lado, al ubicarlas en el ámbito de la salud pública, quedan sujetas, en principio al principio de voluntariedad, expresamente afirmado en el art. 5.2 Ley 33/2011. Y habida cuenta que el deber de colaboración prevenido en el art. 8 no parece llevar a otra solución, cabe concluir que la vacunación solo resultará obligatoria si se ejercitan las competencias que la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública atribuye a las autoridades sanitarias, lo que hasta el momento no ha sucedido con carácter general. Este mismo principio de voluntariedad se encuentra, además, en las reglas preventivas en materia de protección contra agentes biológicos (RD 664/1997). La lectura del art. 8.3 es muy ilustrativa: “cuando exista riesgo por exposición a agentes biológicos para los que haya vacunas eficaces, éstas deberán ponerse a disposición de los trabajadores, informándoles de las ventajas e inconvenientes de la vacunación. (…) El ofrecimiento al trabajador de la medida correspondiente, y su aceptación de la misma, deberán constar por escrito”. Las expresiones “puesta a disposición” y “aceptación” apuntan a la libertad del trabajador para someterse a ella. La Directiva 2000/54/CE de la que trae causa este precepto utiliza los mismos –“ponerse a disposición”– o similares términos –“ofrezcan”, “ofrecer”– (art. 14.3 y Anexo VII).

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  • Nada de lo que he escrito hasta ahora debe interpretarse como una llamada a la no vacunación. Personalmente, lo tengo claro: aparte de que, en cuanto pueda, me la pongo, creo que, salvo que exista alguna contraindicación específica, todos deberíamos hacerlo y contribuir a superar la situación en la que nos encontramos. Pero también creo que las cosas deben hacerse bien: la garantía de la efectiva vacunación de la población solo puede ser competencia de las autoridades públicas; no puede depender de la actuación de las empresas, aunque sea bienintencionada.

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